Güemes a Belgrano en una carta:
"Hace Ud. Muy bien en reírse de los doctores; sus vocinglerías se las lleva el viento. Mis afanes y desvelos no tienen más objeto que el bien general y en esta inteligencia no hago caso de todos esos malvados que tratan de dividirnos. Así pues, trabajemos con empeño y tesón, que si las generaciones presentes nos son ingratas, las futuras venerarán nuestra memoria, que es la recompensa que deben esperar los patriotas".
Señor Rector, Profesores, Prefectos, cuerpo no docente, padres, alumnos:
Apenas tres días faltaban para cumplirse un año de la muerte del General Belgrano, uno de los hombres más preclaros, obstinados y valientes que diera la historia de la patria, cuando otro hombre de talla similar, el General Güemes, partiera a su encuentro. No baste recordar sus enormes proezas, sus logros memorables, sus triunfantes peripecias y gloriosas astucias; es verdad que aún no se ha dicho lo suficiente acerca de ellas, y no se ha dicho lo suficiente digo, porque aún no son conocidas como deben por el argentino medio, heredero de sus desvelos.
Queremos hablar de ellas, no nos confundamos, pero el tiempo -como el olvido de las glorias pasadas- es tirano. Hoy queremos recordar a los hombres detrás de las leyendas. Queremos por un momento dejar de lado al retrato del héroe montado en fabuloso corcel mirando al horizonte o marcando el destino de las almas; queremos ver al hombre, no para desmentir al héroe como lo haría el “psicoanálisis histórico” de moda, sino para valorarlo, para admirarlo y para imitarlo. Ese es nuestro propósito.
Por un momento, decía, queremos dejar de lado al hombre de la gloriosa estampa, para mostrar al hombre débil de la heroica renuncia. Baste a nuestra meta el ver la muerte, alguno dirá afrentosa, de estos hombres de bien.
El uno, Don Manuel Belgrano, partiendo de este mundo un 20 de junio de 1820. El hombre de leyes, formado en una de las mejores universidades del mundo; destinado al éxito mundano y mercantil y que, sin embargo, no teme ni duda en acudir al llamado de la patria cuando ésta lo demanda. El hombre trocado ahora en exitoso estadista y glorioso militar, muere joven y enfermo, cansado de tanto trecho, después de pagar al médico con un reloj de oro (lo único de valor que le quedaba, luego de donar sus sueldos para la construcción de cuatro escuelas).
El otro, don Martín Miguel de la Mata Güemes, el hombre aristocrático y campero al mismo tiempo, el hombre de sociedad y de las faenas, el oficial del ejército y el capataz de campo. El que dejara grabado su nombre en los anales de la historia muere en el monte, herido y acompañado solo de sus hombres de armas: quisiera yo transcribirles el conmovedor relato que de esta muerte hace el Ing. Guillermo Solá:
Después de contarnos cómo después de rechazar Güemes por primera vez un Parlamento que le ofrecía honores y todo lo pertinente para su salud y curación dice el Ing.:
“Olañeta no desesperó por esto y quiso tentar por última vez la entereza del noble patriota, y trató de seducirlo, sin llevar escarmiento por el fracaso más de una vez ocurrido ya en el empleo de este vil resorte. Para tanto, envióle enseguida un nuevo parlamento, prometiéndole “garantías, honores, empleos y cuanto quisiere, siempre que él y sus tropas rindieran las armas al rey de España””.
“Los parlamentarios llegaron nuevamente a su lecho. Güemes escuchó con calma la proposición, y terminada ésta, incorporándose levantó en alto la voz y con marcial expresión exclamó, dirigiéndose a su segundo en el ejército: “¡Coronel Vidt! ¡Tome usted el mando de las tropas y marche inmediatamente a poner sitio a la ciudad, y no me descanse hasta no arrojar fuera de la patria al enemigo! Y volviéndose al parlamentario: “Señor oficial –le dijo, arrojándolo con un ademán de su presencia- está usted despachado”.
Quebrada de la Horqueta: domingo, 17 de junio de 1821. La gravedad de la herida no le concede prórroga: recostado en un improvisado catre, en la intemperie del monte, miró por última vez aquel paisaje. Y a su gente. Los brazos del amigo y capellán Francisco Fernández sostienen por los hombros al Héroe Argentino… su cabeza ya se apoya en el pecho del sacerdote.
Muere Martín Miguel de Güemes, treinta y seis años, Gobernador de Salta, General de la Nación…
… entre el espinudo monte del lugar, oficiales y gauchos no hallan consuelo…”
No ha sido su muerte ostentosa ni estuvo rodeado de pompas, en cálidos palacetes, ni con los honores de desfiles ni trompetas; fue una muerte digna de hombres de talante inquebrantables, fue una muerte austera, como lo fuera su propia vida. Los hombres de hoy dirían: muerte sin valor alguno. Eso dirían algunos, esos pobres hombres víctimas de nuestro tiempo que no han conocido el valor de la renuncia. Que no conocen en carne propia la forja de virtudes, descreídos de la existencia o del valor de estas, no conciben la austeridad como una virtud a conquistar. Y mucho menos valoran a quienes la han conquistado. No reconocen el valor de “la pobreza”, como dirían ellos; acostumbrados a los placeres exacerbados y pasajeros –cada vez más pasajeros- de las comodidades modernas no conciben que existan o hayan existido hombres de honor inquebrantables que hayan rechazado enriquecerse con la posibilidad histórica- política que se les ofrecía, alzando la mirada sobre un ideal mil veces superior. Estos hombres, se han acostumbrado al descanso.
Tal vez (siendo concesivo en el “tal vez”) no sea casualidad que en 1820 muera Belgrano, en 1821 falleciera Güemes y contemporáneo haya vivido San Martín, nuestros mayores próceres; amigos entre sí, poco tiempo después también aparecerá en escena don Juan Manuel de Rosas. No creemos que sean casualidades que un tiempo tan corto diera los hombres más gloriosos de la historia de una Nación.
Vivieron en un tiempo y en un espacio en que las cosas no se presentaban fáciles, en una patria que demandaba el pecho viril de hombres bien preparados que estuviesen dispuestos a enhorquetarse en un potro, pasando frío, hambres y fatigas, por terrenos diversos; secos, húmedos, fríos, calurosos, polvorientos y no tanto, entre bosques espinudos o matas impenetrables hasta las piedras cortantes y el cardo solitario de tierras desiertas. Donde su hombría sea puesta a prueba, donde la debilidad y la cobardía dieran paso al pecho fraterno y viril.
Los que rehúsan las dificultades suelen rechazar también a quienes las enfrentan como si desconocieran que en “en medio de la miseria se hacen grandes cosas, y en medio de la abundancia, solo porquerías sin jugo.” – como bien decía el genial Papini-.
Pero he aquí que nuestra patria aún reclama acciones gloriosas. He aquí las dificultades de nuestro tiempo. Allende el tiempo dio grandes y muchos hombres de gloriosa memoria, ustedes conocen sus nombres, “jóvenes en quienes el tiempo no ha marchitado aún los impulsos de la humana naturaleza”, estampados han quedado desafiando las edades la memoria de sus varoniles virtudes, memoria de una generación robusta y comprometida. En ellos y en especial en la figura de sus pobrezas y sus debilidades se mostraba más aún su virtud, por eso es difícil separar al hombre débil del héroe en esos momentos de dificultad, pues es precisamente ahí donde el hombre deja paso a lo mejor de sí, y el heroísmo salta a la vista. Tal es así que sin miedo podríamos aplicarles aquella frase de San Pablo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte.”
Pero he aquí decía, que en nuestros tiempos la patria reclama en gritos desangrados a nuevos salvadores. La Providencia dispuso hombres del tamaño de Güemes y de Belgrano en sus tiempos. Los nuestros también reclaman hombres (varones y mujeres) valientes y preparados, el campo de batalla no es el mismo pero la dificultad es tanto o mayor que aquella.
Pero he aquí decía, que en nuestros tiempos la patria reclama en gritos desangrados a nuevos salvadores. La Providencia dispuso hombres del tamaño de Güemes y de Belgrano en sus tiempos. Los nuestros también reclaman hombres (varones y mujeres) valientes y preparados, el campo de batalla no es el mismo pero la dificultad es tanto o mayor que aquella.
“No queremos el descanso” decía un gran hombre de ideas y de obras en la España moderna. Nosotros tampoco, hasta que el descanso nos encuentre como debe encontrarnos, entonces y solo entonces podremos decir: “Bonum certamen certavi” (“He combatido el buen combate”).
Que el ejemplo de nuestros héroes nos arrojen a la acción y la oración de nuestros santos interceda por nosotros. Que el manto de la Inmaculada Virgen, que tenemos por bandera nos cobije y nos proteja. Que el amor tierno y viril a nuestra Madre del Cielo nos asemeje más aún a nuestros héroes, y que su ejemplo no nos permita desfallecer ante la dificultad o ante la comodidad de nuestros tiempos.
HE AQUÍ LOS HOMBRES QUE LA PROVIDENCIA DISPUSO PARA EL HOY, Dios los bendiga.
Y ustedes hagan lo que tengan que hacer.
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