Nada tiene de novedoso que en
situaciones críticas surjan los héroes, aquellos heroicamente buenos y
moralmente capaces para hacer lo que tienen que hacer, en el momento que deben
hacerlo, más allá de la propia conveniencia y destacándose sobre el resto. Debemos
aplaudirlos. Hay que sostener que el reconocimiento a la heroicidad se hace al ponerse
de manifiesto aquello por lo que una persona se ha preparado desde siempre, o
desde hace mucho tiempo al menos; no podemos pretender que el cobarde, cuya
cobardía tendió raíces viciosamente en su persona, de repente en un momento
crítico, de esos que exige de heroica valentía y el arrojo generoso infle
hollywoodensemente el pecho hasta romper esas raíces del egoísmo profundamente
caladas en su corazón y se haga valiente, no. En cambio aquel que pospuso su
propia comodidad al Bien Común, aquel que se acostumbró a decir la verdad por
mucho que le cueste, o aquel que pospuso crónicamente su descanso para
aliviar al cansado… es muy probable que lo siga haciendo, y de una manera
destacada, como lo enseña la clásica y básica doctrina de la educación en las
virtudes. De ahí la importancia de
educar a los niños en la virtud y en el ideal. Ya lo dice la Biblia “quien es fiel en lo poco
es fiel en lo mucho, y quien es injusto en lo poco también es injusto en lo
mucho”, las dos contracaras estarán más fuertemente manifiestas en situaciones
extremas. Así en tiempos difíciles es natural que los héroes se multipliquen
(o más bien se pongan de manifiesto) y los ruines se vuelvan más ruines (y se
disfracen de héroes); eso no es raro, lo malo es que no sepamos distinguirlos.
Somos animales, y animales
políticos decía Aristóteles, gregarios, de manada. Nos sentimos seguros en
sociedad, por eso el primer núcleo de la sociedad que es nuestra familia llega
a ser tan importante para nosotros, es natural; la familia es natural. Pero
también es natural, como parte inherente al instinto de preservación de la vida
y de la especie buscar seguridad en la sociedad, y sobre todo en el líder de la
sociedad. No está mal. Esa idea anarquista de la horizontalidad absoluta es tan
romántica como antinatural, nunca funcionó en ninguna manada y en ninguna
sociedad, necesitamos sentirnos protegidos y proteger, forma parte de nuestra
naturaleza animal y la elevamos hasta el límite de lo sobrenatural cuando lo
hacemos con amor e inteligencia. Buscamos tanto como los perros y los caballos
a un líder, pero debemos hacerlo inteligentemente.
Entre los animales no hay
mentiras, no existe el engaño, actúan tal cual les manda la naturaleza, sin
más. El caballo fuerte ejerce la fuerza sobre la manada y se gana el liderazgo
alfa, los animales le temen y le obedecen –necesitan del fuerte para su
defensa- pero en cuanto llegue otro más fuerte, que suele suceder, ese “líder” deja
de serlo. Por otro lado hay en cada manada una yegua vieja, por lo general
quien tiene un ojo poco avezado no sabe descubrirla, anda relajada y un poco
alejada del resto; esa es la verdadera líder, la madrina. La manada le tiene
una obediencia reverencial, confían con ceguera en ella, que no necesita la
fuerza -de hecho con frecuencia es la más débil- sino la experiencia. Ella sabe
dónde hay peligro y qué lugares son seguros, sabe dónde está la mejor pastura y
el agua fresca, donde ella vaya irán los caballos, porque saben que nos los guiará
por mal camino.
El hombre es consciente de la
verdad y del bien, pero también de sus opuestos, y también del deseo intrínseco
del hombre del bien y de la verdad; un hombre confiará en quien le diga la verdad
y lo lleve al bien. Quien desee poder, aunque no tenga sabiduría, puede aun ser
un alfa, en una sociedad que busca un verdadero líder: y si no se puede ser un
hombre sabio y bueno porque nunca se preparó para ello (no se hizo virtuoso) al
menos puede parecerlo. Puede bastar en tiempos de inseguridad, en los que se
busca denodadamente el contraste, ponerse una capa y disfrazarse de héroe, de
líder. Ojo con esos falsos líderes, los alfas no dejan de ser dominantes por la
fuerza aunque se disfracen de madrinas. Ojo con los que se autoproclaman héroes
y arman una épica alrededor, recuerden que la madrina anda sola y para quien no
mira bien pasa casi desapercibida, no como una titiritera sombría que tiene
algo que ocultar, sino con la seguridad de quien no necesita los aplausos. La
madrina ni se autoproclama ni se impone, yeguas viejas hay muchas, pero ella es
confiable, siempre. Ni se oculta ni se exalta.
Desconfie, desconfie de esos autoproclamados jefes, de esos que se montan sus propios monumentos y pagan aplaudidores. Confíe, confíe en los antecedentes, pues aunque un hombre no esté determinado por su pasado si está fuertemente condicionado por él. Si invita a una fiesta a un borracho, lo más probable es que se emborrache y también es probable que le pelee a los sobrios. Mire si su héroe tiene la virtud de la veracidad, si ha encarnado heroicamente el bien durante su vida, si ha sido coherente a costa de las propias pérdidas, si antepuso el Bien Comun al bien particular como regla permanente de su vida. Si no, sólo es un alfa, abusador. Y también un mentiroso.
Veo muchos alfas, cancheros, de
manos en los bolsillos, saparastrosos, indisciplinados, soberbiotes, del insulto
fácil y la mirada sobre un hombro contarte con unilateral discurso cómo el
mundo entero los alaba, decirte que sin ellos no sos más que un miserable, son
los que siempre han llevado la manada, una manada inválida, enferma, insegura,
dependiente. Una manada acostumbrada al rigor, a la escasez de pastura y de
agua fresca, una manada hambrienta de esperanza, proclive a cualquier discurso
que se le asemeje. Es el momento, no sólo de los héroes, sino de los ruines que
les roban la capa.
Es también hora de que la manada
diferencie un alfa de una madrina y que, de entre los héroes, surja un líder,
uno que nos apaciente en las pasturas y no nos disfrace las patadas o las
endulce con zanahorias, uno que no utilice la manada para complacer su egoísmo.
Es hora de que de la crítica enfermedad, tras el proceso doloroso de la crisis
(término médico que utilizaban los griegos para definir el momento crucial en
el que un enfermo curaba o moría) al fin
pasemos a la vida saludable o sigamos en un adolescente síndrome de Estocolmo
hasta la lenta muerte, en la mentira disfrazada de amor.
Porque sí, un ruín puede disfrazarse de héroe, un bravucón hacerse llamar sabio, y a nuestra conciencia confundida y a nuestro corazón deseoso de consuelo puede servirles -circunstancialmente- para entibiarse de la desolación externa, pero miremos con crítica y seamos un poquito más sabios, que el bravucón lo seguirá siendo aunque nos acaricie circunstancialmente y circunstancialmente nos haga olvidar de los golpes. Porque aunque se diga a sí mismo sabio y haga lo posible porque sus aplaudidores le endilguen ese título y aunque todo el mundo lo crea, su estulticia condición permanecerá intacta.
Porque sí, un ruín puede disfrazarse de héroe, un bravucón hacerse llamar sabio, y a nuestra conciencia confundida y a nuestro corazón deseoso de consuelo puede servirles -circunstancialmente- para entibiarse de la desolación externa, pero miremos con crítica y seamos un poquito más sabios, que el bravucón lo seguirá siendo aunque nos acaricie circunstancialmente y circunstancialmente nos haga olvidar de los golpes. Porque aunque se diga a sí mismo sabio y haga lo posible porque sus aplaudidores le endilguen ese título y aunque todo el mundo lo crea, su estulticia condición permanecerá intacta.
“Dejadlos, son ciegos, guías de
ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, ambos irán a parar al precipicio.”
(Mt. 15; 14)
Por ahora con reconocer su
estulticia basta. Por ahora con desenmascarar al bravucón es suficiente. Por
ahora con reconocer al golpeador basta. Por ahora con no olvidar los golpes
basta. Por ahora.
Mañana aplaudamos a los
verdaderos héroes, entonces nos iremos alejando del hoyo.